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JUAN YÁÑEZ les da la más cordial bienvenida. Es éste otro testimonio de una pasión urbana...esencialmente lo porteño, lo argentino, lo latinoamericano y también el universo todo...

sábado, 8 de junio de 2013

El último refugio. El hospital Sommer es el único leprosario de Argentina

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María (82) y Francisco Barra (92), en su casa del hospital Sommer. En total, pasaron más de la mitad de su vida internados. Se casaron, dentro del hospital, donde se conocieron, en octubre pasado. Foto: Daniel Pessah 


Ubicado en General Rodríguez, el hospital Sommer es el único leprosario del país. Hoy, aunque la lepra tiene un tratamiento efectivo y el aislamiento ya no es necesario, funciona como el único lugar en el mundo para cientos de personas que perdieron todo a causa de la enfermedad.


La salud pública es muchas cosas pero es, sobre todo, una rama de la medicina cuyo interés es la preocupación por la salud colectiva: la ciencia y el arte -dicen los manuales- de prevenir las enfermedades, prolongar la vida, fomentar la salud mediante el esfuerzo organizado de la comunidad. Ese derroche de buenas intenciones tuvo -tiene, tendrá- sus obstáculos, sus terribles peros. El Hospital Nacional Baldomero Sommer -este lugar- es uno de ellos.
El Hospital Nacional Baldomero Sommer recibió, desde 1941, en nombre de la salud pública y en sus 270 hectáreas, a hombres y mujeres que llegaban por su voluntad (portando diagnósticos que no llegaban a entender), o contra su voluntad (arrastrados por la fuerza pública y por empujones que solían entender muy bien) con el convencimiento de que permanecerían allí tres meses para después partir. Lo que sucedía, en cambio, era que, apartados del mundo por candados y alambres, separados de la visitas por un mar de mármol, interdicta toda posibilidad de ir a alguna parte, se quedaban dos, veinticinco: años. Y no habían cometido crimen o violado ley. No habían hecho más que ser muy pobres y contraer un bacilo ácido-alcohol resistente que está, sobre la tierra, casi desde que la tierra existe. Este sitio podría ser, pero no es, un pueblo chico. Es, en cambio, un hospital. Y es, además, el último en su especie: el último hospital de la Argentina especializado en el tratamiento de la lepra.
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Hay enfermedades empeñosas. Hay pestes que se erradican y sobreviven sólo como reliquias tenebrosas, apenas descriptas en los manuales de la medicina. Pero hay enfermedades empeñosas. La lepra es una de ellas. Su rastro viene de lejos. Hay huellas de su paso encontradas en momias del antiguo Egipto, descripciones de sus estragos en el Antiguo Testamento. Aterrizó con furia en la Europa de las Cruzadas y llegó a América -cómo no- en los barcos de los españoles. Más próspera en sitios tropicales, bajó a la Argentina por las venas nudosas de los ríos, desde el Paraguay, desde el Brasil, y se aferró con fuerza endémica a provincias como Corrientes, Formosa, Entre Ríos, Misiones, Chaco. Y, desde allí llegó a Buenos Aires. No parecía seguir ninguna lógica al elegir sus víctimas y no había tratamiento efectivo. Recién en 1873 un noruego, Gerhar Armauer Hansen, descubrió el bacilo que la producía, el mycrobacterium leprae . Por eso se la llama, también, enfermedad de Hansen.
En 1926, en la Argentina no se sabía de la lepra más de lo que se sabía en el resto del mundo: que era una enfermedad infecciosa, que no tenía cura. Se la creía, además, hereditaria. Había 2300 enfermos dispersos en hospitales, clínicas y sanatorios de todo el país cuando se sancionó la ley 11.359, llamada Ley Aberastury, que dispuso el aislamiento hospitalario obligatorio y la prohibición del matrimonio entre los enfermos. Desde entonces, una vez detectado el bacilo, el médico debía denunciar el caso y ordenar la internación inmediata. Si el paciente se resistía, intervenía la fuerza pública. Se pensó que el aislamiento sólo sería eficaz si fuera férreo: impenetrable. Entonces comenzó la construcción de los hospitales. Fueron cinco, todos destinados a pacientes con lepra y ubicados a treinta kilómetros de centros urbanos: el Pedro L. Baliña, en Misiones; el José J. Puente, en Córdoba; el Maximiliano Aberastury, en la isla del cerrito, Chaco; el Baldomero Sommer, en General Rodríguez, Buenos Aires, y el Enrique Fidanza, en Entre ríos. El primero abrió en 1938. El último en 1958. El Baldomero Sommer, el 21 de noviembre de 1941. Era así: un pabellón de varones; un pabellón de mujeres; casas para los matrimonios. Y cárcel y huertas y animales y tejeduría. Porque nada entraba allí, y poco -casi nada- salía. Excepto, claro, los bebés.
Si el hospital tenía su director, sus médicos y sus enfermeras, tenía, también, un párroco, el franciscano Joaquín Prochazka, y un puñado de monjas de la orden de las Franciscanas Misioneras de María. El uso de la anticoncepción no estaba propiciado y el embarazo, claro, sucedía. Y no había, en el Sommer, peor noticia que un embarazo. Porque, apenas se deslizaban los hijos fuera de esos vientres, eran cargados a una ambulancia y trasladados a un hogar de monjas llamado Colonia Mi Esperanza, en el conurbano bonaerense. Y, mientras sus madres recién paridas se resignaban a saber que visitarían a sus críos, sin nunca poder tocarlos, dos o tres veces por año, sus críos empezaban a vivir, en Mi Esperanza, el primer día de una vida que los tendría, allí, hasta que cumplieran los catorce. Y eso fue así durante mucho tiempo. Eso fue así hasta 1983.
Pero la lepra no se transmite por vía placentaria: los hijos de los leprosos nacen total, completa, abrumadoramente sanos.
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"La carne del hombre -escribe Rodolfo Walsh en La isla de los resucitados, la crónica de la isla del Cerrito, Chaco, que publicó en 1966 en Panorama- sometida a una lenta explosión, que arranca acá una mano y allá un pie y termina rodeándose de fealdad, ceguera, desesperanza, locura." Esa lenta explosión de la carne sucedía -en el siglo XX como en la Edad Media- igual. Bajo dos de sus formas más usuales -lepra tuberculoide, que produce manchas anestésicas; lepra lepromatosa, que produce nódulos en la piel- la bacteria invadía -invade- los nervios periféricos, causando debilidad muscular (y así los dedos adquieren la forma de garras) e impidiendo la percepción del dolor, el calor o el frío (y así los infectados suelen cortarse o quemarse sin que el cuerpo transmita alarma alguna). En algunas ocasiones la lepra también afectaba -afecta- los órganos internos y las mucosas.
Recién en 1941 aparecieron las sulfonas, el primer tratamiento efectivo que reemplazó, entre otras cosas, a las inyecciones de aceite de chalmugra que producían efectos colaterales aberrantes, y a la talidomida, que se aplicaba con asiduidad. Después de quince o veinte años, algunas cepas se volvieron resistentes a las sulfonas y las esperanzas parecieron perdidas. Hasta que, a principios de los años ´80, empezó a aplicarse con éxito una terapia multidrogas (MDT) y, desde entonces, todos los países utilizan el tratamiento ambulatorio con dapsona, rifampicina y clofazimina, provisto en forma gratuita por la Organización Mundial de la Salud. En la Argentina, la entrega se realiza a través del Programa Nacional de Lucha Contra la Lepra, que depende del Ministerio de Salud de la Nación. La lepra no está erradicada -hay 700.000 casos nuevos por año en el mundo- pero, detectada a tiempo (su primera manifestación es la aparición de manchas anestésicas), tiene cura. El tratamiento dura entre seis meses y dos años y la enfermedad tiene muy bajo nivel de contagio: sólo se transmite de una persona no tratada a otra que debe tener, a su vez, cierta predisposición genética, y a través de las vías respiratorias o la piel después de una exposición prolongada: de tres a cinco años. Aunque en países como la India, Brasil, Madagascar, Myanmar la prevalencia es alta, en la Argentina (con menos de un caso cada 10.000 habitantes, quinientos nuevos por año, la mayoría en Capital Federal y la provincia de Buenos Aires, según datos de la Sociedad Argentina de Dermatología) no representa riesgo sanitario y la tasa de incidencia se mantuvo estable durante la última década. Con la existencia de un tratamiento eficaz y ambulatorio, con un país con índices que están por debajo de los que manda la OMS para declarar riesgo sanitario, los cinco hospitales de confinamiento dejaron de tener sentido. En 1983 la ley 22.964 derogó la ley 11.359 y, aunque mantuvo la obligatoriedad del tratamiento, especificó que sólo serían internados los pacientes que no cumplieran las indicaciones médicas. En 1993, un decreto transformó a cuatro de los cinco en hospitales generales. El Sommer se mantuvo como el único especializado, pero, aun así, abrió sus puertas a pacientes de todo tipo y, desde entonces, 220 médicos atienden a quienes llegan por consultas de urología, oftalmología, clínica médica, kinesiología. Pero en los pabellones y en las casas quedaban pacientes que llevaban, allí, decenas de años. Que ya no padecían la enfermedad ni podían contagiarla, pero que no tenían, en el mundo, más que ese hospital que era su fe y su matrimonio, su cena de Navidad, su oficio y su pasado. Todo lo que la salud pública les había dado, quitándoles, primero, todo.
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-Es una población muy antigua, gente que ha vivido la época pretratamiento y le han quedado secuelas graves. A muchos la institución los salvó. Pero a otros les quitó el mundo.
El doctor Omar Moyano es director del Hospital Nacional Baldomero Sommer desde 2004. En los años cincuenta, el hospital llegó a tener cinco mil pacientes y, hasta 1983, los sectores de los empleados administrativos estaban separados -por alambres y candados- del sitio en que vivían los enfermos. Había cárcel, morgue, crematorio, iglesia, teatro, cancha de fútbol, cementerio, carpintería, cuatro barrios: el San Martín, el Sommer, el Madre de la Cruz y el padre Ernau. Los internos cosechaban sus verduras y criaban animales porque ningún proveedor se atrevía a llegar allí.
-La enfermedad era cruel -dice Moyano- y la solución era meterlos en un campo de concentración: esto. Ahora, aunque sólo el 40% de las trescientas camas tenga pacientes con lepra, tenemos a trescientas cincuenta personas viviendo acá, todas curadas, con un promedio de 69 años. ¿Cómo se reinserta a esa gente en la sociedad, si hace cincuenta años que están internados? Es lógico que esto sea un refugio.
Pero, dice Moyano, ahora el verdadero problema son los adolescentes. Los que viven aquí sin tener lepra, como si fueran leprosos antiguos.
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A las dos de la tarde, el hospital Sommer es uno de esos pueblos de la pampa húmeda donde están la iglesia y la plaza principal, todo enmudecido por aire de sopor de siesta. La única zona donde algo se mueve es la parada del colectivo 500, que une este lugar con General Rodríguez. El 500 empezó a entrar en 1983. Hasta entonces, pasaba por la ruta y no se detenía. La calle donde vive Adolfo Grossembacher se llama la calle del Ciruelo y está igual de quieta. La casa es chica pero el jardín es interminable: media cuadra donde cultiva rosas, rúcula, limones, pinos. Muchos de los árboles del hospital salieron del vivero de Grossembacher, que, en cincuenta años de internado, tuvo tiempo de cultivar una cantidad considerable.
-Yo vine de Tartagal. Mi mamá me llevó al doctor cuando yo tenía siete años y le dijo: "Hay que internarlo". Le dijeron que me iba a ir a buscar la ambulancia. Y la ambulancia tardó nueve años. Mire cómo me dejó las manos y la cara. Acá están los nueve años.
Sentado a la sombra de una higuera, remera verde de Quicksilver, los pies mutilados, se ríe a carcajadas con lo que alguna vez fueron sus labios y levanta las manos, un conglomerado de falanges, muñones, uñas. A pesar de los estragos del cuerpo, Adolfo carpió la tierra, arrojó semillas, combatió pestes, podó, se hizo pastor evangélico -su iglesia está en la esquina-, se casó -aunque está separado- y tuvo dos hijos, ninguno biológico.
-Eran chicos de acá. Adoptamos. Hicimos casa en General Rodríguez para que ellos pudieran decidir si se quedaban allá o no. Siempre dicen que era aberrante lo que hacían con los chicos, de llevarlos a Mi Esperanza. ¿Pero no te parecía aberrante lo que hacían los padres? ¿Tener hijos sabiendo que ellos tenían que estar acá adentro? Con las monjas esto era asfixiante. Yo tenía un cajón lleno de preservativos, pero ellas no aprobaban eso. Ahora está lleno de chicos, pero ¿a vos te parece bien que vivan en un leprosario, en un hospital? No podés condenarlos a esto.
En 1982 -cuando se supo que la enfermedad no se heredaba ni se transmitía por vía placentaria- los nacidos en el Sommer dejaron de tener como destino la colonia, que finalmente cerró. Ahora viven su feroz adolescencia entre las paredes de un sitio que, a veces, se parece muy poco a eso que es: un hospital.
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Los pacientes del Sommer no pagan luz, agua ni gas y reciben en forma gratuita carne, pollo, arroz, verduras. Gracias a un reclamo elevado por la Asociación de Internos en 1946, a cambio de su trabajo en tareas administrativas, de limpieza o de ayuda en el sector de enfermería, reciben un sueldo llamado peculio.
-Los padres vinieron sin familia y no aprendieron a ser hijos -dice Horacio Fernández, un médico que trabaja en el hospital desde hace veinticinco años-. Y tampoco a ser padres. Acá el Estado te da todo. Y la cultura del trabajo desapareció. Los chicos fueron criados de esa manera: no sirve estudiar, no sirve prepararse.
-Los pacientes del hospital, aunque bacteriológicamente no contagien, son pacientes -dice el doctor Omar Moyano-. Que estén con sus hijos es una cuestión filiatoria. Pero éste no es un lugar para que viva un adolescente. Y por otra parte, acá los chicos reproducen la problemática de afuera: alcohol, drogas, violencia.
Desde hace unos cuatro años, y a instancias de algunos médicos y asistentes sociales entre los que se cuenta Horacio Fernández, se creó el proyecto Rayuelas, un grupo en el que se propician talleres de murga, una radio, campeonatos de fútbol callejero, deportes.
-Me parece -dice Fernández- que uno le pone tanto empeño a algo como esto para pagar las culpas. La culpa de haberlos separado de la familia. La culpa de haberlos encerrado.
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Los mundos cerrados, como los mundos abiertos, tienen sus reglas y sus revoluciones, sus códigos y sus reyertas. Claro que, antes o después, la realidad siempre se salta el cerco.
"Empezás a hacer cosas y después te das cuenta de que no está todo bien. Pararte en una esquina , en un hospital, a tomar una birra. Es raro", dice Jorge, 23 años, la camiseta amplia hiphop, la gorra, el piercing en la boca. Es operador de FM Original, 88.9, la radio del hospital que transmite cuando puede. Ahora no puede, porque se les rompió la computadora, y no se sabe cuándo van a volver a poder.
-Acá vino primero mi viejo y después mi vieja. Ellos tienen la enfermedad de la piel. Ahora hay, pero cuando yo llegué tenía 9 años, y no había un solo chico. Yo sé que tendría que irme. Pero no tengo los medios ni tengo trabajo ni tengo adónde ir.
Jorge tiene una novia, en Lanús, a la que visita cada tanto. A veces, dice, pasa una, dos, tres semanas sin salir del hospital.
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En los pasillos del pabellón psiquiátrico hay varias camillas para lavar cadáveres y, mirando la televisión, un misionero de ojos azules -los dedos como racimos de muñones- y un hombre de guayabera oscura y sombrero panamá. Se llama Raúl, apellido alemán, viene del Chaco. Más de sesenta, lepra desde los 23, ninguna secuela a la vista. Gatsby, de visita en el pabellón de los desintegrados.
-Ahora me está agarrando la secuela. Pero no hay tratamiento.
-¿Cómo que no hay tratamiento?
-¿Sabe lo que es la secuela?
-Sí, la secuela, lo que...
-No. No. La "sejuela". Sejuela. Se jue la juventud. Y para eso no hay cura.
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Los mundos cerrados, como los mundos abiertos, tienen sus reglas y sus revoluciones,, sus guerras sordas o gritadas. En el Sommer, como en todas partes, hubo muertos que nadie mató. Los pabellones de hombres estaban divididos en clubes -el Uno, el Dos, el San Martín- y, a la menor ofensa, los cuchillos salían a cortar. Justo Gaona -70 años- llegó aquí con poco menos de veinte y enseguida le entraron las ganas de matar: de matar o de matarse. De hacer alguna cosa para que lo echaran o lo mandaran a la cárcel. Después supo que el Sommer tenía cárcel propia, o sea que ni siquiera así, y descubrió que, a través del cementerio, bordeando el río, los pacientes podían escaparse: salían un sábado a un baile de Luján; otro, a una peña de General Rodríguez. Todos volvían.
-¿Y dónde iba a ir, si donde lo agarraban lo traían de nuevo? Si lo descubría un enfermero, lo denunciaba. Los taxistas no lo querían traer. En los restaurantes le decían: "Acá no puede comer". Yo era albañil, y me habían salido unas manchas. Fui al hospital Salaberry y el médico empezó a hacerme la pinchada. "¿Siente?" "No." Y de ahí al hospital Muñiz y el doctor me dice: "Te tenés que internar". Y le digo: "¿Por qué, doctor?". "No te puedo decir", me dijo. Y le digo a mi mamá y mi mamá me dice: "Hijo, usted tiene algo raro. Usted me niega". Yo lloraba, ella lloraba. Y vine y me internaron. Tenía novia, pero me vine sin decir. Me mandaron al pabellón Uno, los malandras. Todos solteros. Todos los machos con cuchillo. Y viene el médico y me revisa, y le digo: "¿Qué es lo que tengo doctor?" "Y... tenés lepra", me dice. Ahí me calmé porque, por lo menos, sabía. Yo pensaba que tenía cáncer.
Justo Gaona no tiene secuelas; apenas, marcas blancas en los brazos. Durante cinco años no pudo salir del hospital y, cuando salió, fue a General Rodríguez, puso un kiosco, se compró un auto y empezó a trabajar llevando a los padres a ver sus hijos a Mi Esperanza. Las monjas, muchas veces, no los dejaban pasar.
-Que es contagioso, decían, y uno veía ahí, los chicos, tirados en el suelo como si fueran... gusanos, vamo´ a decir.
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En la casa de Antonio Cárdenas hay banderines de River, una foto de Juan Carlos Altavista autografiada, estampitas de la Virgen y del Sagrado Corazón de Jesús. Antonio Cárdenas es viudo y tiene una hija de 40 años
-La nena se crió en Mi Esperanza. Estuvo hasta los 14 años. El maltrato era tremendo. Les decían: "No toques a tu mamá; no la abraces".
Tiene la nariz moldeada por la enfermedad -empequeñecida-, mutilada una de las piernas y los dedos retraídos en nudos difíciles. Está aquí desde 1958.
-Vine de Mendoza. Tenía 21 años. Me revisaron en el servicio militar y me pusieron aparte. El médico me dijo que tenía mal de Hansen, y yo no tenía idea de qué era eso. Me dijo que me tenía que internar. "Te vamos a mandar a una colonia en Buenos Aires, donde hay equipos de fútbol, cine, baile". Los médicos te dicen la misma mentira siempre. Esto era una cárcel. Si salía con permiso y volvía un día más tarde, me metían en cana. A los seis años de internación, me fui de alta. Pero después empecé a notar que andaba mal, porque no me habían dicho que tenía que seguir el tratamiento, así que tuve que volver. Y acá estoy.
En Mendoza era herrero artístico. Ahora usa herramientas imantadas y, con esas ayudas ortopédicas, hace mesas, toca la guitarra.
-Me enseñó una amiga ciega. Un día le dije: "¿Te animás? Mirá que yo más de dos dedos no tengo".
Para tocar, encastra en los muñones de la mano rollos de tela adhesiva y rasga, con esos dedos falsos, zambas como la que compuso para su mujer, fallecida en 1994. Se llama Por una flor y, cuando termina de cantarla, Antonio dice que, dentro de todo, uno tiene que mirar el lado positivo.
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Es difícil.
-A ver, usted, que tiene dedos.
Es difícil no reírse de una frase como esa, pero Wilda no la dice para provocar risa, sino porque es lo que dice, desde hace años, a todas las personas que tienen dedos: porque ella no. Sentada en su silla de ruedas, con su muñón pero sin su pierna ortopédica, lidia -con manos que son puños- con una tarjeta de cumpleaños o de salutación. Vive en el pabellón de mujeres. Tiene más de 80 años y nada de nariz: nada. En la cómoda, junto a su cama, hay una lata de mamón en almíbar, botellas de agua, una naranja, un conejo de peluche. La pierna ortopédica está debajo de la cama. Ahora, en el amontonamiento, Wilda busca una foto que muestra que Wilda era hermosa. Pero no la encuentra.
-En el 53 vine. El 26 de noviembre hizo sesenta y dos años que estoy internada acá, pero antes estuve cinco años en el Cerrito.
Nació en Corrientes y su madre murió cuando ella tenía siete años. No se olvida más, dice, de la persona que llegó gritando: "Murió María", ni de cómo ella corrió sobre las dalias, los jardines, ni de cómo llegó al hospital donde una enfermera le dijo: "Tu mamá está en la piecita. Se murió". Y mucho menos de cómo corrió hasta la piecita y la vio ahí, muertísima, bien muerta. En ese hospital consiguió, años después, trabajo, y allí le hicieron el análisis que le cambió la vida. Tenía 15 años, no había conocido hombre y le gustaban los pájaros cuando la encerraron en la isla del Cerrito.
-Yo había empezado a trabajar en enfermería y me hicieron análisis de sangre. Me salió "Dudoso". Pensaba: "Me mato, qué tendré, qué tendré". Yo tenía el análisis en el bolsillo y mi hermano, ese maldito, habrá visto. Me llevaron al médico y de ahí engañada a la isla del Cerrito. Cuando vino la enfermera y me dijo: "Se tiene que quedar", me quería morir. Me tuve que quedar. Qué calor hacía. Decía: "Quiero irme, quiero irme", y el médico me decía: "Te ponés la vacuna y cuando viene el barquito te vas". Todavía estoy esperando el barquito. Te ponían una inyección de aceite de chalmugra que hacía que te reviente toda la espalda.
-¿Nunca pensó en escaparse?
-Sí. Pero tenían orden de tirarnos a los pies si nos escapábamos. Y nos sacaban el documento. Al final me trajeron acá. Candados había, y alambre. Pero yo estaba entera, nadie se daba cuenta. Así que metía las sandalias en una bolsita y me escondía en el monte, y cuando pasaba el 500 me iba al pueblo a bailar.
Conoció a un hombre, tuvo dos hijos. En algún momento, cuando aún no había tratamiento, empezaron las secuelas: la pierna, las manos, la nariz.
-Pero... no encuentro la foto.
Hace una pausa y pregunta:
-¿Usted me conoció con la nariz, doctora?
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El 10 de octubre de 2008 en el Sommer hubo un casamiento. No fue el primero, pero sí el más extraño. Francisco y María Berra, él de 92, ella diez menos, se casaron después de 52 años de estar juntos. Los Berra vivieron un cuarto de siglo, entre 1960 y 1985, fuera de aquí. Ella, limpiando por horas. El, ganándose la vida como jardinero. Los dos en Ituzaingó. Se creían a salvo cuando, en 1984, María empezó a sentir que no podía cerrar los ojos.
-Y es uno de los síntomas de la enfermedad, vio. Así que tuvimos que volver.
María es delgada, los ojos tirantes, las manos un poco endurecidas. A su lado, pijama, la piel rubia, Francisco.
-Yo vine de Entre Ríos -dice Francisco-. Tenia 29 años, una hija de cinco y un bebé recién nacido. El doctor que me descubrió me dio dos días de plazo. Me dijo: "Usted vaya a Rosario, que allá lo van a operar". Le ponían mal de Hansen y usted ni sabía qué era. De Rosario me mandaron al hospital Muñiz, y me trajeron a esta jaula. Me dijeron que me iba a tener que quedar un tiempito nomás.
Aquí, en el hospital, se hizo repartidor de leche. Un día, al pasar por la puerta del pabellón de mujeres, la vio a María: vendada, reventando por la medicación.
-Solita estaba, como pulga e’ tapera. Una criatura que se ha criado sin padre, sin madre, ambulanta. Ni al colegio la mandaban.
María llegó en 1944, desde Misiones. Tenía 18 años y una vida corta pero intensa. Dos meses después de haber nacido su madre la había regalado a una mujer que la crió en Corrientes, junto a tres hijos más. Creció pobre, sin colegio, sin zapatos. A veces, con comida. Cuando cumplió diez años, el comisario del pueblo la quiso violar. Se escapó de esas carnes crecidas, pero la mujer que la criaba la sacó del pueblo y así fue como María volvió a Garupá, el lugar en el que había nacido, y supo que no era hija de esa mujer ni hermana de esos hermanos. Lo demás fue rápido: conoció a un hombre, tuvo cinco hijos. Y eso fue todo: la vida llegó hasta ahí. Amamantaba a un crío de nueve meses cuando fue a consultar a un médico porque tenía una manchita ahí.
-Y el médico me hizo una carta para que me internaran directamente acá. Dijo: "Tres meses vas a estar". Y vine porque pensé que era contagioso para mis hijos. Y fui a los tres meses y le dije: "Doctorcito, usted me dijo tres meses". Y me dijo: "No, todavía no puede salir". A los cinco años recién pude salir con un permiso. Como nadie me había escrito de Posadas dije: "Me voy allá". Yo ya lo había conocido a Francisco y le digo: "Yo tengo el padre de mis hijos y no sé si voy a volver". Y él me dijo: "Yo te voy a dar la plata. Sabé que si volvés te espero". Y fui.
Cuando llegó, encontró que uno de los chicos se había muerto y que los sobrevivientes vivían con una tía. Su marido, que ya tenía otra mujer, primero la vio llegar, después le rompió los huesos, y para terminar la denunció a la policía. La trajeron en ambulancia, directo al hospital.
-Me fui con las manos vacías y volví con las manos vacías. Había sido que yo tenía derechos y el derecho no me dieron. Esta enfermedad destrozó mucho, mucha gente.
En 1960, después de 16 años de internación, María y Francisco recibieron el alta y se mudaron a Ituzaingó. No fue tan fácil: hubo meses en los que, si uno comía, el otro no. Después, consiguieron sus trabajos, buscaron a los hijos.
-Los encontré en Buenos Aires -dice María-. Y les digo: "¿Pero cuánto hace que están acá". Cinco años. "¿Y no se les ocurrió buscarme." Dice: "No, es que papá nos dijo que estabas muerta". Ahora a veces vienen a visitar.
-Pero no hay amor -dice Francisco-. El hijo mío viene, pero es como si le culparan un poco a uno de lo que pasó. Cada uno tenemos una historia sin fin en esto. Esta enfermedad es una historia sin fin.
Entonces María, la mujer regalada, la mujer manoseada, la mujer arrastrada con engaños lejos de sus hijos, la mujer reventada por medicación ineficiente, la mujer molida a golpes y detenida por la policía, la mujer premiada con veinticinco años de libertad mentirosa: esa mujer dice que no hay que renegar de la enfermedad.
-Dios tiene sus tiempos. Al final ayuda. A mí me hicieron deshacer de mis hijitos. Te sacan la criatura que estás amamantando, y todos te necesitan, pero ése te necesita más. Uno piensa: "Me quedé sin nada, después que tuve todo". Pero cuando vivíamos en Ituzaingó un señor me preguntó si yo me animaba a trabajar con criaturas. La hija tenía un bebé. Y fui, y me empleó. Y empecé a cuidar al bebé. Le di la mamadera, le di de comer, le cambié los pañales. Con todo lo que yo necesitaba un bebé, ahí estaba. El bebé. Y digamé si atrás de eso no está Dios.
Insondables, les dicen. A esos caminos les dicen insondables.
Por Leila Guerriero Domingo 01 de marzo de 2009 | Publicado en edición impresa LA NACIÓN BUENOS AIRES ARGENTINA

DÓNDE CONSULTAR

·                       Hospital Nacional Baldomero Sommer 
Ruta 24 kilómetro 23,5 General Rodríguez, provincia de Buenos Aires 
Teléfonos: (02323) 44 0900 / 44 0902 / 44 0903 / 44 0904 / 44 0905 
www.sommer.gov.ar
·                       Sociedad Argentina de Dermatología 
Teléfono (54-11) 4814-4915/4916 
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