Diego Waldmann. CLARÍN 19.01.2015
Crónica.Fue
una de las villas turísticas más importantes de la provincia de Buenos Aires.
Hace 30 años vivió su última temporada de verano. Luego fue arrasada por una
inundación. Cómo está hoy.
La medialuna, un ícono del pueblo. Gustavo Rodríguez ayudó a construirla. |
Puesto a
girar, el sillón del peluquero de Epecuén se convierte en el túnel del tiempo.
Es el verano de 1985 y la destreza de este hombre convoca hasta 30 clientes por
día, que llegan relajados por los baños en agua salada que se dan en la zona y
se van satisfechos, a juzgar por las generosas propinas.
El
estilista se llama Narciso, pero en lugar de obsesionarse por la belleza propia
se preocupa por la prolijidad ajena. Con su delantal azul, sandalias de cuero y
navaja filosa, sienta a los turistas en el trompo de acero y los hace viajar
por los recuerdos del lago, desbordante esta temporada y repleto de flamencos.
Narciso
Stoessel se recibió en las Academias Oli el 30 de setiembre de 1964, en un
curso acelerado de un mes y tres días. Pese a la prestancia del diploma colgado
en el local, el primer cliente lo vio nervioso y le hizo una broma: "Por
las dudas, ¿vende gorras?".Fue perfeccionando su forma de trabajar y se
hizo popular en esta villa de 184 manzanas y tres rotondas, que recibe a decenas
de miles de veraneantes de Buenos Aires, Córdoba o La Pampa , atraídos por los
poderes curativos del lago, más salado que los siete mares.Con los primeros
ahorros, Narciso pudo comprar este "trono" a palanca para sus
clientes de la "Primera fábrica en Sud América de Sillones Mecánicos para
Peluqueros Víctor N. Pozzoli. Patentado por el Superior Gobierno de la Nación y de mayor calidad,
lujo y confort de los mejores que se importan", según leyó en los papeles
de la transacción.A sus espaldas permanece 13 horas de pie, además de su
trabajo como empleado público en las termas del lugar, donde se encarga del
mantenimiento. Llegó a trabajar 72 días corridos, sin parar.
Es 1985 y
sabe que este mundo feliz, donde la gente baila en la calle, disfruta del
carnaval y conversa en las veredas hasta la madrugada, se puede inundar en
cualquier momento, porque desde hace cinco años el nivel del agua crece, la
playa se achica y la gente, como los erizos del mar, tiene que meterse al agua
entre las piedras que forman la barrera de contención.
Madera
noble. En la carnicería La
Franqueza , Ricardo Besagonill les pasa un trapo a los
azulejos blancos y la punta del cuchillo a la tabla de corte de los
costillares, recortada de un quebracho colorado. Quiere que todo quede
impecable para cuando entre la muchedumbre a arrebatarle las 13 vacas carneadas
el viernes a la espera de este domingo soleado, ideal para hacer el asado.
Quedó
extenuado de la última jineteada que se hizo en la entrada al pueblo, para la
que tuvo que hacer 4.000 chorizos. En tiempos normales vende 100 kilos de
embutidos por día. Y si se le acaba la carne de cerdo recurre al ingenio, como
ahora, que inventó los chorizos de antílope, por sugerencia de un amigo cazador
que aportó la materia prima.Hay tanta gente, y cola en la vereda, que ni tiempo
de pesar la carne y hacer la cuenta tiene. Por eso hace que pone y saca la
compra de la balanza, calcula a ojo y canta un precio, con yapa para el
cliente. El nombre de su negocio es la garantía de su proceder.La sierra
eléctrica que va y viene por la ranura de la tabla deja los churrascos
parejitos, como fichas de tejo. Y si se corta la luz, Ricardo asoma el
serrucho, le da con fuerza y sigue, porque la demanda no cesa.
Carga la
caja del carrito de reparto con 60 kilos de achuras y cortes parrilleros,
porque sabe que, apenas llegue al camping, vuelve vacío. Se vende todo. Hay
días en que, para no quedarse sin mercadería, tiene que ir a carnear animales
al matadero diseñado por el arquitecto Francisco Salomone, una obra de arte en
medio de la frontera entre la pampa húmeda y la zona seca del sudoeste
bonaerense.
Ricardo
no olvida que en 1972 pedaleaba una bicicleta rodado 20 y que en apenas dos
años se compró un auto cero kilómetro, por lo bien que le iba. Por eso, en este
verano de 1985, cuida la pulcritud de su tabla de quebracho como si fuera su
bote salvavidas.
El
símbolo. La luna de Gustavo es la más fotografiada de Epecuén. Está en la
entrada de la pizzería La
Gallina Verde , nombre inspirado en un cuento en el que dos
españoles hablaban así de un loro.
Es 1985 y
Gustavo Rodríguez, un muchacho de 17 años que fue abanderado y mejor promedio
en la escuela, siente orgullo por haber ayudado a su padre a construir esa luna
creciente de dos metros, finita como una sonrisa, pero infranqueable en su
estructura de hierro y hormigón. Junto a un árbol del paraíso y un duraznero,
la luna recibe a los cientos de comensales que se sientan a disfrutar de una
pizza de mozzarella y una cerveza a la luz de la otra Luna, la de Armstrong,
Aldrin y Collins.
Gustavo
es un chico orquesta: prepara el relleno de las empanadas, despacha pan y
facturas, cobra y da vuelto, lava los platos, carga la heladera, sirve helados,
baldea y riega las plantas. En la cocina tiene un juego de exquisitos con don
Roberto, su papá: buscar la tapa de hojaldre perfecta para que los clientes
recuerden el sabor de estas empanadas por el resto de sus vidas.
De las
fiestas y los corsos, apenas oye el ruido. No tiene tiempo más que para jugar
un rato al bowling o al flipper. Lo suyo es el trabajo y un look con vincha
amarilla que lo hace parecido al Loco Gatti, el arquero de Boca.
Hay que
aprovechar el verano, porque con la plata que junta le alcanza para comprarse
lo que necesita durante todo el año. Hasta botines para cuidar la zaga del club
Gauchos de Epecuén. "Este lugar es como la primera novia, te enamorás de
verdad", le confía a un porteño que indaga en sus sentimientos. Y así
transcurren los días de Narciso, Ricardo y Gustavo en este verano de 1985, año
que se anuncia tormentoso. Son puro esfuerzo, pero tienen un sillón Pozzoli,
una tabla de quebracho y la luna. Lo tienen todo.
Ni se
imaginan que, por un tsunami en cámara lenta que vendrá del lago, será el
último verano en Villa Epecuén.
La
inundación. Como el palacio de Cleopatra, en Alejandría, Villa Epecuén quedó
sumergida bajo las aguas en noviembre de 1985. Veinte años permaneció tapada y
hace diez resurgió por el retroceso del lago. Pero el lugar era ya un esqueleto
del pasado, árboles muertos en posición de derrota, ruinas blancas por la sal,
baldosas que se quiebran, hoteles y hospedajes para 25 mil personas por el
suelo, la escuela sin alma ni pupitres, ni ventanas, pistas de baile condenadas
al silencio.
A 30 años
del último verano, Viva recorrió la zona fantasma de Epecuén junto con
pobladores y turistas que volvieron al escenario de sus recuerdos. La mayoría
vive hoy en Carhué, a 8
kilómetros de allí y a 570 de la Ciudad de Buenos Aires.
De los
escombros de la carnicería, Ricardo rescató su tabla de madera, una tabla para
náufragos de dos metros de longitud y surcos que la invaden. Encontró oxidado
el medidor de luz y blancos aún los azulejos que limpiaba todas las mañanas.
Pero también se encontró a sí mismo, con 30 años menos, y su voz se hizo
finita, hasta desaparecer.Habla ahora su hermano Rubén, equilibrista entre las
ruinas de lo que fue su hotel residencial de 14 habitaciones: "Vinimos en
canoa en el año 2000, para mostrarles esto a nuestros hijos. Acá estaba el hotel
Apolo, donde hice mi fiesta de casamiento en 1984, parece que lo veo",
dice Rubén, ante el eco lejano de un vals. "En esa esquina cantó Sandro...
acá estaba la heladería Flamingo... allá, Alfajorlandia", enumera, al
tiempo que señala lo invisible.
El que
quiere volver. Junto a la costa, en el leve temblor del agua quieta, Alfredo
Pardiño cree ver escenas del pasado. Era el hijo del sereno del balneario,
conformado por piletas, piletones y toboganes de cemento que permanecen ahí.
"Fui mozo y antenista de televisión. Había que instalar bien alto las
antenas para enganchar los canales de Buenos Aires. A la noche, venía a cebarle
mate a mi viejo", evoca.
Luego
camina hacia tres pinos sin savia que parecen granaderos a la custodia de un
cartel que reza: "Mi casa, mis calles, mis primeros pasos, momentos que en
sueños hoy llevo guardados. Mi infancia y mi gente, recuerdos dorados que viven
presentes a orillas del lago". Era su casa, ahora no hay nada.
Alfredo
se va en su camioneta con pasacassettes, pero asegura que pronto va a volver a
vivir en Epecuén. El área fue expropiada cuando se produjo el desastre y, en
diciembre pasado, sus ruinas fueron declaradas "Monumento Histórico
incorporado al Patrimonio Cultural" de la provincia de Buenos Aires.
"Venir
acá era como ir a la playa, yo era una nena y me bañaba bajo un caño de agua.
Me acuerdo de que parábamos en el hotel Rambla y cruzábamos a desayunar al
Victoria. Era todo luz y música. No puedo creer esto que veo", relata Olga
Alvarez, turista antes y turista ahora, parada en la misma esquina de hace 30
años, pero en dos postales extremas, según si recuerda o si mira a su
alrededor.
Sandra,
hija de Narciso, considera que la villa "pudo haber sido una mini-Mar del
Plata" por su hospitalidad, ya que, si bien nació con signo aristocrático,
en 1921, en los años 70 tuvo su esplendor como balneario popular. Su padre
acaba de cumplir 50 años como peluquero, sólo que ahora atiende en Carhué.
Sigue utilizando navaja y polvera, y a su lado se mantiene inconmovible el
sillón Pozzoli, de probada tolerancia a las tempestades.Carlos Coradini
mantiene la memoria de la villa en la página de Facebook Gente de Epecuén.
Acaba de subir una foto de la barra destruida del boliche Bim Bam Bum, del día
en que encontró botellas y recordó que el barman era... él. De su casa queda la
escalera que no lleva más que al cielo, que no es tanto ni tan poco. La
escalera está de pie.
Gastón
Partarrieu, hoy director del Museo de Adolfo Alsina, pasa por lo que era la
panadería y fábrica de pastas que tenía su papá: "Se vendía mucho pan,
facturas, tortas y sandwiches de miga. El consumo funcionaba, porque eran miles
de personas que permanecían acá entre 15 y 21 días, para cumplir con la
recomendación médica de los baños termales constantes durante ese plazo".
Luego
muestra el Centro de Interpretación que se montó en la antigua estación de
tren, a la que llegaban tres líneas de ferrocarril y hoy, ninguna. Hay un
tocadiscos que parece recubierto por la lava volcánica que cubrió Pompeya y
Herculano; un trono y una corona de reina de un reino que ya no existe; y una
foto de un salvavidas gigante de los últimos veranos.
Por 120
pesos, la profesora de francés Norma Berg hace de guía en un tour de dos horas
y media por las ruinas de Epecuén. Con la pasión que utiliza en sus relatos, da
ganas de hacer un asado con carne de La Franqueza , de cortarse el pelo en lo de Narciso,
o de comer unas empanadas en La Gallina Verde , el sitio donde se halla la única
construcción intacta tras la inundación: la luna de Gustavo.
"Pasé
10 años sin poder venir. Me agarraba mucha angustia. Cuando regresé, lo que más
me impresionó fue el silencio, porque acá no se dormía: todo el tiempo había
música y se escuchaban conversaciones divertidas. Volví porque mi papá, cuando
se estaba por morir, me pidió cinco cosas. Una de ellas, que cuidara la luna."
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