Revista Ñ
Testimonio.
En este relato intimista, especial para Ñ, el escritor y cineasta desafía la
nostalgia en su primer viaje a la colonia judía de Entre Ríos donde nació su
padre, escenario y materia de su último documental.
MEMORIA.
El cineasta en el cementerio de la colonia San Vicente, donde está enterrado su
abuelo COZARINSKY PADRE. En España, durante uno de sus viajes. Fue el primer
judío en ingresar a la Armada,
en 1919.
MEMORIA.
El cineasta en el cementerio de la colonia San Vicente, donde está enterrado su
abuelo
Una
noche, hará un par de años, soñé que estaba en Entre Ríos. Mi padre nació en
Entre Ríos. Yo nunca había estado allí.
Nací en
Buenos Aires, viví muchos años en París, demasiados tal vez, viajé bastante por
el mundo, pero nunca había estado en Entre Ríos.
No sé si,
como algunos creen, los sueños son premonitorios pero a la mañana siguiente me
desperté con un proyecto de filme: ir a Entre Ríos a buscar huellas de la
infancia de mi padre. Digo bien: de su infancia. A los dieciocho años se fue
del campo y se hizo marino. Nunca volvió.
¿Qué
sabía yo de esa infancia? Poco o nada. Mi padre era hijo de lo que Gerchunoff
bautizó “gauchos judíos”. Once hermanos, más uno del que iba a enterarme que
también era hijo de mi abuelo, nacido fuera del matrimonio pero criado con toda
la familia. Ese hijo se había quedado en el campo; los demás, con una sola
excepción, se habían dispersado entre Buenos Aires y Mendoza, profesionales,
empresarios, casadas las mujeres con hombres de ciudad.
Mi padre
murió cuando yo tenía veinte años y padecía una adolescencia demorada. Hablaba
poco él, aun menos con mi madre, vivía refugiado en la lectura y el cine, en un
mundo imaginario que me prometía cosas distintas de la vida cotidiana,
irremediablemente gris, de una familia porteña de clase media.
Las
preguntas que entonces no me interesaba hacerle son las únicas que hoy me
interesan. La primera: ¿cómo fue que ese hijo de gauchos judíos, nacido en
Villa Clara, Villaguay, Entre Ríos, decidiera aventurarse a ingresar en las
fuerzas armadas, en la Marina
de guerra?
Una cosa
me resulta evidente: fue posible porque ocurrió en 1919. A partir de 1930, del
golpe de Uriburu, no creo que lo hubiesen aceptado.
¿Sabía mi
padre, al ingresar, que no iba a poder ascender más allá de capitán de navío?
Regla no escrita, gentlemen’s agreement , un judío no podía llegar a ningún
nivel del almirantazgo. Sobre todo: ¿le importaba?
Corolario:
¿qué significaba para él ser judío? No era religioso ni le importaba la
tradición. Como a mi madre. A mí me criaron lejos de toda observancia. Creo que
las únicas raíces que mi padre hubiese reconocido, aunque nunca hablara de
ellas, estaban en Entre Ríos; entre sus libros encontré un ejemplar muy gastado
de Entre Ríos, mi país de Gerchunoff. Cuando sintió que el fin se acercaba me
pidió: “Por favor, ni estrella ni cruz, no vayan a creer que me convertí y eso
no es elegante”. ¿De dónde le venía esa noción de elegancia moral?
Cuántas
cosas para las que no tengo respuesta.
Si mi
padre murió relativamente joven, mi madre en cambio sobrevivió demasiado,
lúcida hasta los noventa y cinco años de edad, gradualmente senil durante tres
interminables años más. Cuando finalmente murió, descubrí en un armario de su
departamento cajas llenas de viejas cartas y fotografías, muchas de ellas de mi
padre. Nunca las había visto.
Entre las
cartas me impresionaron sobre todo las que mi abuelo y los hermanos le enviaron
a mi padre cuando hizo su primer viaje. El destino eran los Estados Unidos
(“Norteamérica” decían entonces), algo casi exótico en tiempos anteriores no ya
al turismo masivo sino a la mera televisión. En 1919, en un pueblo de Entre
Ríos donde no había cine, tal vez solo llegaran las imágenes de alguna revista
ilustrada, o el suplemento dominical (“rotograbado”) de los diarios de la
capital.
Las
cartas de los hermanos son previsibles, en la efusión cariñosa, aun en el humor
ocasional (una de mis tías escribe: “No te encamotes con ninguna gringa, volvé
y casate con una criolla”), pero la que más me impresionó fue la de mi abuelo.
Le escribe al hijo que parte lejos del hogar, del campo, de lo que hasta ese
momento era su mundo, con orgullo paterno y una pizca de envidia, en un
castellano impecable, formal, con algún modesto arranque retórico. Una carta
cándida, sin faltas de ortografía. Había llegado a la Argentina veinticinco
años antes, sin duda había aprendido el castellano en la escuela nocturna de Gobernador
Domínguez, con los maestros sefardíes que el proyecto colonizador del barón
Hirsch había tenido la prudencia de importar.
¿Qué
sabía yo de ese proyecto? Había leído, a grandes rasgos, que Moritz von Hirsch,
ennoblecido con el título de barón como tantos otros banqueros judíos (los
Rothschild, los Weissweiller, los Anspach, los Cahen d’Anvers, los Wertheimer)
que habían prestado servicio a las monarquías europeas del siglo XIX, al perder
a su hijo único había dedicado su fortuna al proyecto de la Jewish Colonization
Association. Compró más de 80.000 hectáreas entre Santa Fe y Entre Ríos en
momentos en que la Argentina
de 1880 se abría a la inmigración. Los judíos del imperio ruso, contrariamente
a los de Alemania y Francia de la época, padecían todo tipo de restricciones y
apremios: si en Berlín y en París podían ingresar a las universidades, bajo los
zares regía el numerus clausus para los estudios superiores y tenían permiso de
domicilio, bajo la amenaza permanente de un pogromo, en una estrecha franja
territorial entre el Báltico y el Mar Negro.
Iba a
enterarme de que la colonia entrerriana debía el nombre de Clara a la mujer de
Hirsch. También que la primera cooperativa agrícola del país, asentada en
Basavilbaso y aun activa hoy, se llamó Lucienville por el nombre del hijo
perdido.
Finalmente
viajé a Entre Ríos. Creo que el proyecto de film me sirvió de coartada ante mí
mismo. Detesto toda forma de nostalgia y no quería entregarme a un dudoso viaje
sentimental. Necesitaba una razón concreta, objetiva, para conocer los paisajes
donde mi padre había nacido y se había criado.
En las
calles de Villa Domínguez hay una escuela que lleva el nombre de Gerchunoff. En
frente: un galpón, convertido en museo, vasto hangar que fue en su momento
“hotel de inmigrantes”, donde convivieron familias que no se conocían a la
espera de que les asignaran las tierras donde construirían el primer rancho que
más tarde sería casa. También un edificio pintado de color rosado: la
biblioteca fundada por los primeros inmigrantes, donde por la noche se
impartían las clases de castellano; allí dio una conferencia en idish Isaac
Bashevis Singer, cuando visitó las colonias en 1975, tres años antes de ser
Premio Nobel de Literatura.
La vieja
farmacia del doctor Yarcho, que luchó contra la epidemia de tifus que hizo
ciento diez víctimas en 1894, alberga hoy el Museo de las Colonias. Es la obra
de Osvaldo Quiroga, que ha reunido todo tipo de documentos, desde registros de
la inmigración y actas notariales hasta objetos de la vida cotidiana desechados
por familias que abandonaron la región. Con la ayuda de su hija, digitaliza la
información reunida y está en correspondencia permanente con institutos y
universidades del mundo entero.
Allí me
interno en un laberinto que siento ajeno: no corresponde a mi infancia ni a
recuerdo heredado alguno. Y sin embargo, tengo que repetirme, fue de allí que
salió mi padre, quién sabe si con alivio o entusiasmado con la promesa de ver
mundo, algo de ese mundo que le habían prometido las pocas novelas que encontré
entre sus libros.
Allí
también me espera lo desconocido: mi lejano origen. Gracias a Quiroga descubro
un pasado que ignoraba. Mis abuelos se embarcaron en la nave Sirius, que partió
de Odessa el 10 de agosto de 1894 y llegó a Buenos Aires el 12 de septiembre.
Su proveniencia aparece como Gobernación Mohilne, en la región de Minsk. El
tenía 23 años, ella 24. Vinieron con dos hijos, una niña de dos años y un varón
de uno.
Reprimo
ante mis compañeros de trabajo una emoción de la que no me sospechaba capaz.
Les hablo de esa S que todos mis primos conservan en el apellido menos yo:
guardo la Z escrita
por error en la partida de nacimiento de mi padre y que él nunca se molestó en
corregir. ¿Pereza de hacer los trámites exigidos? Me pregunto si en esa omisión
no latía, ya, una veleidad de independencia, de diferencia.
En el
mismo documento aparecen los nombres de otras personas del mismo apellido
llegadas en el mismo barco, parientes sin duda, de los que nunca me hablaron.
¿Qué fue de ellos? Me gustaría que hayan sido los antepasados de Juan Carlos
Cosarinsky, a quien sólo conozco por su fama: “el Flaco” Cosarinsky de la
provincia de Corrientes, creador del primer festival mundial del chamamé.
El éxodo
de los hijos... Mis tías recordaban la plaga de langostas. Súbitamente
ennegrecían el cielo, devoraban la cosecha, pelaban los árboles. El trabajo de
un año estaba perdido. Trataban de espantarlas golpeando ollas, palanganas,
todo objeto metálico que pudiese hacer ruido. Sin éxito.
Hoy, me
dice un vecino con quien intercambio unas palabras, “va a encontrar más gente
en los cementerios que en las calles”. Y es cierto que las lápidas, sobre todo
aquellas donde el tiempo ha borroneado nombres y fechas, me conmueven. En ellas
leo las esperanzas de los inmigrantes fundadores, su desilusión, la tenacidad
de los que permanecen fieles a las tierras que una vez les dieron. Trato de
imaginar el inimaginable orgullo de esos judíos del confín este de Europa al
saberse propietarios de lo que más prohibido les estaba: la tierra.
En Villa
Clara hay otro museo, pequeño, humilde, obra de amor de Marta Muchinik, hija de
gente que ya se interesaba en preservar el pasado de las colonias. Lo ha
instalado en varios espacios de la estación de tren que, supongo, ya ningún
tren visita. Me digo que algunos de los objetos que guarda pueden haber estado
en casa de mis abuelos… Marta me lleva hasta la casa que construyeron, donde
crecieron mi padre y sus hermanos. Está remozada por su nuevo propietario,
rodeada de un jardín muy cuidado, pero reconozco la forma, el alero, de las
viejas fotos de familia que encontré poco antes. En el campo que la rodea ya no
hay ni el trigo ni el lino que cultivaban mis abuelos, hoy sólo se confía en la
soja. Más lejos, el arroyo Sandoval. Cuentan mis primas mendocinas que todas
las mañanas lo atravesaban en canoa algunos indios que tenían vacas para
llevarle leche a los hijos de los recién llegados.
(Mis
primas mendocinas… Hijas del hermano menor de mi padre, casado con una goi …
Más jóvenes que yo, nacieron, se casaron, tuvieron hijos y nietos en Mendoza.
Hoy sin embargo reivindican el apellido Cosarinsky, con la S que mi padre desechó. Visitan
Chile más a menudo que Buenos Aires. Hablan con esa encantadora tonada que va a
reconocer inmediatamente el montajista de mi filme, mendocino él mismo.) Más
lejos aún, Marta me conduce hasta el cementerio de colonia San Vicente, donde
está la tumba de mi abuelo. La lápida vertical tiene, de un lado, la inscripción
con nombre y fechas en caracteres hebraicos; del otro en caracteres latinos.
Coloco sobre la tumba las piedritas que la religión impone. Las cuento, once
más una. Esa noche, en el hotel de Villaguay, desvelado por un concurso de
pasteles en la plaza vecina, que animan grupos de aficionados al chamamé, me
pregunto si ese gesto que hice para la cámara no corresponde a una secreta,
postergada devoción.
Siempre
me inspiró rechazo la religión judía, la crueldad del antiguo testamento, sus
cientos de preceptos que rigen cada acto de la vida cotidiana; si en algo me
reconocí judío es en una idea de diáspora no como maldición sino como
privilegio, en no pertenecer a otra comunidad que a la de la gente del libro,
de cualquier libro, siempre que no sea sagrado.
Pero los
muertos, más allá de toda religión, siempre me han acompañado, más asiduos a
medida que envejezco. Acaso mi gesto, en ese lugar, en ese momento, haya sido
el único a mi alcance para señalarle a mi abuelo mi presencia.
A menudo
me pregunto qué es lo que nos lleva a conservar cosas que sabemos destinadas a
desaparecer: fotos descoloridas, descartes de películas, el ticket de embarque
de un vuelo olvidado, cartas que no nos enviaron a nosotros.
¿Será que
al hacerlo intentamos, ciegamente, sin entenderlo, hacer durar el tiempo
perdido, prolongar los días que nos quedan?
Tal vez
sea ese mismo impulso que siento, el deseo de impedir que se borre algo que una
vez existió, lo que llevó a Osvaldo Quiroga a crear en Domínguez el Museo de
las Colonias, a Marta Muchinik el de la estación de Clara… Cito palabras de
Georges Perec: “Trato meticulosamente de retener algo, de hacer que algo
sobreviva. Quisiera arrebatarle unos pocos fragmentos al vacío que crece, dejar
en alguna parte un surco, una huella, una marca, aunque sólo sea unos pocos
signos”.
Llego al
final del viaje con mis preguntas intactas. Sin respuestas.
Acaso el
detective sólo termine por descubrir algo sobre sí mismo… ¿Qué descubro? Que
aunque con el paso de los años haya empezado a lamentar que mi padre hubiese
muerto cuando yo no había querido hablar con él de tantas cosas, hoy me siento
aliviado, no sé si decir contento, de que hubiese muerto antes de los años 70.
Pienso: …y si su lealtad con la
Armada, su respeto por el orden, lo hubiesen llevado a
aceptar lo inaceptable, a ponerse de parte de los verdugos… Tuve miedo.
Miedo por
mí. Temía que pudiese ensuciar mi recuerdo de él.
FICHA
Carta a
un padre
Guión y
dirección: Edgardo Cozarinsky
Lugar:
Malba Cine. Av. Figueroa Alcorta 3415 Buenos Aires
Fecha:
Sábados de mayo y junio.
Hora: 18